Joker (o cómo un payaso triste puede poner el mundo patas arriba)




Por Alejandro Escobar Porras

Son las cinco y treinta de la tarde. Acabo de llegar de una infructuosa reunión de trabajo, pienso que necesito dinero para finalizar el año de manera decente. También pienso sobre qué va a ser sobre mi vida, sobre mi futuro. Me siento ansioso por todos estos pensamientos que atraviesan mi mente. Por un momento, mis preocupaciones se diluyen frente a la gran expectativa que me genera el ver la esperadísima Joker a las seis y veinte. Es una película hacia la cual he reunido todo el hype existente, un hype que empezó de manera discreta con los teaser tráiler, pero que se fue acrecentando con el tráiler final y los comentarios posteriores al estreno de la cinta, sin contar que no más ser estrenada se llevó el prestigioso León de Oro del Festival de Cine de Venecia. Eso, y que el Joker es mi personaje de comics favorito.
Llega la hora esperada, voy con mi novia al cinema. Nos equivocamos de puesto. Siempre que vamos hacia algún lugar público nos tienen que pasar cosas curiosas, somos un par de adorables y entrañables payasos. Procedemos a sentarnos en los puestos asignados. Después de todas las propagandas y tráiler, empieza de manera inesperada la película. Solo los primeros cinco minutos de la cinta me hacen derramar un par de lágrimas, acabo de sufrir un poco lo que llaman síndrome de Stendhal, aunque esta vez no ante una pintura o una escultura, sino ante una película que no tiene nada que envidiarle a cualquier obra maestra del arte occidental (porque, sin temor a sonar pretencioso, es una de ellas). De entrada, se presenta a Arthur Fleck como un personaje con una vida trágica (que, si les confieso, siento muy similar a la mía) que nadie envidiaría. Todo lo que sucede en la cinta es una sinfonía de la desgracia que como comentaré más adelante en mis reflexiones, van diluyendo a este personaje atormentado, dejando su cuerpo como recipiente para albergar a ese monstruo sonriente que excede toda lógica, moral y corrección política.
No deseo comentar de manera detallada los actos principales de la película. No quiero spoilear, pero sí enumerar las emociones que sentí mientras la veía (si algunas se repiten, no hay problema): felicidad, llanto, empatía, desasosiego, empatía, expectativa, calma, ira, satisfacción, incertidumbre, empatía, un leve aburrimiento, esperanza, dolor, desinhibición, felicidad, liberación, felicidad, empatía, ira, satisfacción, risa, asombro, risa, risa y desconcierto. Les puedo asegurar que la interpretación de Joaquin Phoenix es tan genial, que dentro de la película él transmite y siente esas emociones al unísono del espectador que le observa desde fuera, estableciendo una íntima comunión entre el que actúa y el que ve: no solo se le observa con los ojos, también se le siente y percibe con el alma.
Todo lo que acabo de mencionar resulta en una montaña rusa emocional de grandes proporciones que solo me deja consternado, sin saber qué decir. Miro a mi novia cuando se encienden las luces del teatro, ella tiene la misma sensación. Salimos del cinema y nos quedamos esperando el carro en el que nos recogerá mi suegra, intentando balbucear alguna reflexión coherente acerca de lo que acabamos de ver. Llega el auto, nos metemos y seguimos en aquel desenfrenado balbuceo…
Beso a mi novia y toco el hombro de mi suegra a modo de despedida, ya que ella está en el asiento de adelante. Salgo del auto, abro la puerta de mi casa. Sigo con mi mente en shock mientras saco el pan de la bolsa y me frito unos huevos, pienso en que la próxima vez que vaya por la calle y vea a un payaso, me acordaré de Arthur Fleck.


Arthur, este personaje tan entrañable, incomprendido y sincero es quien se encarga, como mencioné con anterioridad, de dar paso al Joker. Porque el Joker del final de esta película que acabo de ver e intento digerir aún no es el Arthur Fleck del comienzo, este último es un recipiente del primero. Joaquin Phoenix encarna de manera exquisita y perfecta esta dualidad entre el comediante trágico, pobre y fracasado apabullado por una indiferente e hipócrita sociedad y ese hombre que ríe, mata y baila, que se pinta su sonrisa de payaso con la sangre que emana de su boca, mientras la ciudad le alaba en medio de una orgía de caos y destrucción.
Ahora que veo la película a casi un mes de su estreno, lleno de mucha expectativa y bastante informado sobre las críticas positivas y negativas que ha suscitado, pienso que su gran avance fue coger este personaje icónico del mundo del cómic y tomarlo como pretexto para expandir el concepto de villano, llevándolo a un punto tal que nos sintamos plenamente identificados con él y nos pongamos en sus zapatos, mucho más allá del carácter antagónico y antipático que suele tener este tipo de caracterización.
Siento que cada vez que Arthur comete un crimen, hay un lapso de tiempo que se toma para pensar el por qué de su acción y qué lo llevó a ello. Mientras esto sucede, uno como espectador se pregunta lo mismo que él, lo comprende, lo entiende. El sentir empatía absoluta por la historia de este villano se ha convertido en un factor sumamente polémico porque según algunas personas, la película se erige como una especie de justificación de las conductas aberrantes nacidas a partir de los trastornos mentales. Sin embargo, empatía no quiere decir justificación, ya que la película no pretende incitar a la violencia, sino que se erige como un símbolo que evidencia cómo la violencia resultante del ejercicio del poder puede repercutir en diversos ámbitos de las sociedad. Es por esto que muchas de las cosas que experimenta el personaje las vivimos millones de personas alrededor del mundo a cada momento, pero está en la voluntad personal escoger cuándo ceder a los impulsos y cuándo a la razón [1].

En este punto, puede deducirse que Arthur Fleck podría llegar a ser cualquiera, pero el caso de esta película llega hasta un impredecible extremo: tragedia tras tragedia tras tragedia, la precaria estabilidad mental y emocional del personaje se resquebraja dejando en primera instancia un personaje desinhibido y despreocupado por sus acciones pero que, después de cierto punto, al relucir algunas cosas sobre su niñez y la relación con su madre dan paso al monstruo que se erige como símbolo y última alternativa ante la opresión y la decadencia imperantes en la sociedad capitalista post industrial (¿o más bien hiper industrial?).
La inteligente excusa de la película para lanzar su crítica hacia la conformación de los valores y de la sociedad misma, se encuentra en los actos criminales que realiza Arthur en su proceso de consagración como comediante absoluto. La hipocresía y la doble moral, así como la ineptitud de la que hacen constante gala los gobernantes y plutócratas de Gotham pasan aparentemente a un segundo plano debido a las impactantes escenas violentas en las que todos estos actores se ven afectados. Sin embargo, este bufón triste y fracasado, llamado por uno de los personajes de manera despectiva como Guasón, realiza sus divertidos actos impulsado por todas las tragedias que tuvo que vivir a costillas de este hostil entorno, desenmascarando por completo las falencias y mezquindades de una sociedad enferma, al igual que muchos de quienes la conforman, en la escena correspondiente al clímax de la película.

A partir de lo anterior, hay tres antonimias que deseo mencionar por el magistral manejo con el que fueron tratadas, así como por su polémica e incorrecta aparición:
1.      La difusión de las fronteras entre lo cómico y lo trágico: muchas veces a Arthur le suceden cosas que en otra película producirían risa, pero quienes observamos la película solo podemos sentir pena por él; en otras escenas de un tinte oscuro y macabro no podemos evitar soltar una indiscreta e inoportuna sonrisa (jaja sí, me refiero a la escena con Gary).
2.      Aquella entre lo normativo y lo incorrecto: la película manifiesta de manera constante cómo ciertas reglas y decretos emitidos desde las instituciones de poder afectan el devenir de la sociedad, aumentando cada vez más los índices de desigualdad y miseria. Si alguien denuncia y critica esto, así como a los personajes que promulgan estas medidas, suele ser visto como un loco, un guerrillero, un apátrida, un payaso y un paria hacia quien se dirige toda clase de improperios e intentos para silenciarlo y ridiculizarlo.
3.      Entre el yo y el otro: Arthur lucha constantemente por ser comprendido y acogido en la sociedad, recibiendo una respuesta sumamente indiferente y cruel hacia su triste vida y su delicada condición mental. Por ello, asistimos al colapso final de todo lo que se constituía como su mundo y su cotidianidad y le entendemos, empatizando con -mas no justificando- todas y cada una de las acciones que realiza.
Con el deseo de concluir esta breve reseña que me tomó bastantes días de análisis y reflexión, así como un lento proceso de digestión visual y mental, agrego el hecho de que esta película llega de forma bastante precisa para erigirse como un símbolo de lucha y protesta en distintos lugares alrededor del mundo­: en Líbano, Chile y Hong Kong han utilizado máscaras y trajes alusivos al personaje como símbolo de resistencia frente a las nefastas políticas de sus gobernantes, reproduciendo de manera bastante fiel el espíritu de rebeldía e incorrección que la película representa.
Sin saber cómo finalizar este texto, lentamente vuelven a mí las inquietudes de antaño, la ansiedad y la decepción ya recurrentes hacen mella en mi alma de payaso triste. Para plasmar como me siento, solo se me ocurre colocar este fragmento de un diálogo de Arthur con su psiquiatra:
-No escucha, ¿verdad?, Me hace las mismas preguntas cada semana. ¿Qué tal el trabajo? ¿Has tenido pensamientos negativos? Yo solo tengo pensamientos negativos…



[1] Ahora que leo esta última oración, me parece algo idealista e inocentona: muchas veces el entorno no es favorable, ni las circunstancias y mucho menos las personas. Así, ¿qué especie de voluntad puede florecer? Respuesta: ¡ninguna!

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